Un pueblecito a treinta y cinco kilómetros de la ciudad con treinta y seis habitantes y ya todos ancianos. Llevaban viviendo ahí desde que prácticamente nacieron. Faltaba muy poco para el fatal aniversario de aquella terrible epidemia, que hoy por hoy todo el mundo se pregunta cómo es posible que esos treinta y seis ancianos sobreviviesen a tal catástrofe. Era una fecha muy señalada que ninguno de los treinta y seis ancianos quería recordar.
Por primera vez en tantos años, entre los vecinos, siempre contado según lo vivido y experiencia del anciano más anciano del pueblo, comenzaron a sacar el tema por la coincidencia de la cifra. Por temor a lo sucedido hace ya unos cuantos años, decidieron reunirse en la plaza del pueblo. El alcalde se subió a uno de los bancos de piedra y expuso su opinión de lo que deberían de hacer ese día.
– Vecinos…, hermanos y amigos… Dadas las circunstancias y lo sucedido hace casi treinta y cinco años con esa epidemia que hoy todavía nadie sabe de que murieron nuestros seres queridos… y dado que es escalofriante la coincidencia del número de habitantes, de los kilómetros que hay hasta la ciudad y lo más tétrico los años que hace del aniversario, pienso que ese día deberíamos salir todos del pueblo e ir a las campas que hay a las afueras celebrando que inexplicablemente sobrevivimos y recordando a nuestros seres queridos perdidos aquel día.
Los ancianos estaban la gran mayoría de acuerdo con la decisión tomada por el alcalde de pueblo. Pensaron en llevar sus mesas de camping y llevar cada uno una cosa para comer y beber. Compartirlo entre todos y cerrar el día con un pequeño baile y unas partidas a las cartas. Solamente uno de los vecinos puso impedimento. El solterón y el que más edad tenia del pueblo, que según él se está relatando esta historia.
– Creo que no es un día para celebrar nada. Hay que olvidarlo y no hay más que hablar. Conmigo no contéis. No señor yo no voy a ningún sitio. Yo pienso quedarme en mi casa como hasta ahora. Por cierto, gracias por contar conmigo como habitante. Yo soy el número treinta y seis. Da lo mismo porque yo no voy a ir…
Nadie le hizo caso. Como si no le viese ni le escuchase nadie.
Nos contaba el buen anciano que todos sus vecinos llegado el día comenzaron a preparar todos los bártulos para la escapada a las campas. Pocos habitantes pero con el trajín de la salida estaba completamente revolucionado. Las treinta y cinco personas con tanto algarabío hacían por cincuenta. Los que disponían de carretas las pusieron delante de las puertas de sus propias casas para llenarlas y compartirlas con aquellos vecinos que no las tenían.
El hombre no entendía el porqué de esa reunión y festejo precisamente ese día cuando se tuvo que lamentar tantas muertes. Nos contaba con resignación que si hubiese sido por él, todos se habrían quedado en sus respectivas casas a pasar ese día. Mientras el anciano recordaba nos invitó a pasar a la sala a tomar un café con él. Era una salita muy coqueta con cuatro mesitas camillas con sus mantelitos y sus jarroncitos con dos margaritas cada uno. Tenía dos ventanas con unas cortinitas con unos volantitos muy bonitas, las paredes tapizadas en tela beige con estampados salmones y marrones, una lamparita en medio de casita de muñecas con cuatro brazos y cuatro tulipas de tela a conjunto de las paredes. El suelo estaba enmoquetado en color marrón y una puerta blanca muy bonita.
Le preguntamos porque él no fue con ellos, en vez de quedarse solo en el pueblo y con un gesto de pena con los ojos encarnados nos comenzó a explicar su motivo.
– No señor…. no era buen día para salir de casa…Cuando mis vecinos y compañeros de pueblo se subieron a las carretas…, algo se puso sobre ellos… Algo que no sabría decir lo que era. Parecía como si una enorme nube negra como nunca hubiese visto nunca se colocase sobre ellos. Lo que más me extrañó era que a ellos no parecía afectarles ni sorprenderles. Seguían igual de contentos por irse de escapada ese día.
Nos quedamos anonadados escuchando al anciano con su forma suave y serena de contar las cosas. En cierta manera nos transmitía ternura por su aspecto frágil y bonachón.
– Como os iba diciendo muchachos, a mis vecinos parecía no importarles nada tener esa cosa negra sobre ellos. A mí me atemorizó y no me atreví a salir para despedirles. Simplemente me limité a mirar entre las cortitas de la ventana de mi cocina. Cuando ya arrancaron y se pusieron en marcha… no se… aaiisss… Una luz enorme, tan grande como un túnel blanca muy fuerte se puso frente a mis vecinos y quedaron completamente paralizados. Los caballos fueron desvaneciéndose uno a uno… mis vecinos…. Aayyy pobrecitos míos… se fueron girando uno a uno dirigiendo todas sus miradas hacia la ventana en la que yo estaba mirando entre las cortinas y uno a uno fue cambiando su aspecto como si fuese un retroceso en el tiempo… a la juventud… ¡¡Volvieron a ser jóvenes de nuevo!! ¿Cómo pudo ser eso? Ingenua pregunta, ¿verdad?
Nosotros con perplejidad no sabíamos si ese hombre por la edad desvariaba o se estaba contando un relato real y estaba reviviendo los peores momentos de su vida.
– Yo sabía que no estaba loco y lo que estaba viviendo allí era real. Creedme muchachos que era real. Teníais que haber visto sus caras…, sonrientes, jóvenes… despidiéndose de mi todos con la mirada, muy felices por la marcha… De pronto vi como se volvían todos hacia delante de nuevo y se iban introduciendo todos en ese gran túnel. Una luz brillante preciosa pero que yo no quise cruzar. Comencé a llorar como un niño… como ahora lo estoy haciendo… caramba que duro es esto… En fin. Cuando ya entraron todos, la luz comenzó a brillar más aún todavía y pensé que pude quedar ciego porque no se veía nada más que blanco. Parecía el fin del mundo y que todo iba a estallar… y sin más ni más… desapareció. La luz y mis queridos vecinos… Sus carretas quedaron en el sitio y ellos desparecieron ante mis ojos.
Ese mismo día me di cuenta que siempre estuve solo que ellos los treinta y cinco murieron ese fatídico día, y se quedaron conmigo para hacerme compañía… Sus almas y espíritus se quedaron conmigo para protegerme. Se quedaron para cuidar de un viejo chocho en un pueblo fantasma… Hasta el día de hoy que les recibo en el comedor de esta residencia premortem. Así es como la llamo. No se la puede llamar de otra manera.
No sabíamos si ponernos a llorar con él, si darle un abrazo muy fuerte o si salir corriendo espantados por lo que acabamos de oír. Ese hombre había vivido durante treinta y cinco años entre fantasmas y al cumplirse el treinta y cinco aniversario de sus muertes desaparecieron uno a uno a descansar en paz y al buen anciano le llevaron sus sobrinos a esa residencia.
Después de la historia del hombre, nos dirigimos al pueblo para ver lo que el nos contó… Ver si éramos capaces de encontrar alguna prueba o sentir algo de lo que el nos transmitió mientras nos relataba lo sucedido.
Llegamos al pueblo… Era increíble… Allí estaban las carretas de esos vecinos como paradas por el tiempo, la ventana del anciano entre abierta y las cortinas una corrida y otra no… y … la señal del pueblo que anunciaba… los treinta y cinco kilómetros hasta la ciudad…
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