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domingo, noviembre 23rd, 2008 | Author:

Salí a dar más que un paseo, un respiro por el bosque que está a dos kilómetros de casa. Fui andando. Me adentré en el frondoso bosque de pinos y abetos. No se oía nada, más que el ligero viento que se hacía sonar entre las ramas. Las deportivas que llevaba no era el calzado más adecuado para andar por ahí, porque eran de suela muy fina y notaba todos los baches y piedras que pisase por el camino. Pero aún así, seguí andando… Me metí las manos en los bolsillos de mi chaqueta y me puse la capucha para resguardarme del frio. Aire que se deslizaba entre árboles y arbustos.  De vez en cuando oía algún pajarillo cantando o revoloteando entre las ramas. Yo con mi paso ligero iba observando todo el tiempo el mismo paisaje paso a paso. En medio de la nada rodeada de árboles y silencio…

Pocas veces había andado yo por ahí, pero cada vez me gustaba más lo que veía y como me hacía sentir. Relajación sobre todo…

A lo lejos empecé a ver algo raro. Parecían como estatuas o algo así. Pero unas estatuas en medio de un bosque… Todo puede ser. Cosas más raras se han visto. Seguí andando dirigiéndome a esas supuestas estatuas o eso parecían. Pensé que podía haber hecho algún descubrimiento en medio de la nada y que ya tendría algo que contar de un paseo que supuestamente iba a ser para desconectar y nada más….

Según me iba acercando, la relajación se me iba pasando y se iba convirtiendo en nerviosismo. Una brumilla comenzó a rodear aquellas estatuas y el frio cada vez se hacía más presente a cada paso. Miré hacia arriba y ya casi no se apreciaba el cielo porque las amplias ramas de los árboles lo tapaban. Pequeños rayos de luz se iban colando entre sus hojas. Cada vez se hacía más frondoso, y cada vez se hacía más nieblilla alrededor y sobre esas estatuas.

Cada vez quedaba menos para llegar a ellas. Dos pasos más y los veía a la perfección… Llegué… Ahí estaban. Estatuas de piedra en círculo. Eran grises, viejas y algunas con más musgo que otras en sus pies. Eran unos monjes con la capucha de sus hábitos sobre las cabezas. Miraban hacia el suelo y unas amplias mangas que les cubría las manos con lo que solo se les podía ver como asomaban las puntas de los dedos por ellas.

Los observaba uno a uno desde el centro del círculo. Estaban subidos en un pedestal de piedra de medio metro de altura más o menos y todo el suelo del centro estaba repleto de hojas secas. Comencé a oír un chasquido de piedras, como si estuviesen golpeando unas contra otras detrás de mí. Me giré asustada y de una de las estatuas…, le salía vaho de su boca casi inapreciable por la capucha.  Di un paso hacia atrás sin creer lo que estaba viendo. Un minuto después…, otro chasquido y golpeteo de piedras detrás de mí. Me giré y otro de los monjes de piedra también expulsaba vaho por su boca. Quise salir corriendo, pero… Las estatuas comenzaron a desintegrarse convirtiéndose en arenilla y formando un remolino alrededor mío. Empezó a levantarse un fuerte viento a la vez que toda esa arena giraba alrededor de mí.

Con un pánico tremendo me puse a chillar. Caí de rodillas en el suelo, me encogí y me tapé la cabeza con los brazos. Empecé a oír unos susurros y unas voces que decían algo en tono bajo, pero no entendía nada. No fui capaz de levantarme del suelo y mirar hacia arriba para ver que estaba pasando con esos doce monjes. Oí un chillido muy fuerte como si fuese de dolor y todo paró. El viento…, el remolino…, las voces…, todo…

Los brazos me temblaban tanto que me costó muchísimo esfuerzo apartándomelos de la cabeza. Cuando por fin lo conseguí, me dispuse a levantar la cabeza y a reincorporarme poco a poco. Me puse de pié… y ahí los tenía. A los doce monjes rodeándome pero ya no eran de piedra. Eran sus almas. De repente me entró un frio insoportable, hasta el punto de tener un fuerte dolor en la espalda por la tiritona y los nervios. Empecé a marearme y sentí como si me estuviesen absorbiendo, arrastrando sin tocar el suelo a toda velocidad. Quería moverme, pero mi cuerpo o ellos no me permitían mover ni siquiera una pestaña. Volví a oír en medio de mi desvanecimiento un chillido fortísimo y aterrador con susurros y voces por detrás.  Sentí que me agarraban de los tobillos y de las muñecas y me arrastraban por el aire al ras del suelo. Lo sabía porque el olor de la tierra y de las hojas secas entraba por mis fosas nasales.  Entonces noté que me dejaban caer y me estampé contra el suelo dándome en la espalda con una raíz enorme de un árbol que salía por fuera de la tierra.

Me desperté, y con todo el cuerpo muy dolorido hice de tripas corazón para ponerme en pie. Me dí cuenta de que ya no estaba en el sitio que me desvanecí. Me encontraba en otro punto del bosque. ¿Cómo pude llegar hasta allí? El terror invadía mi cuerpo. Tenía delante un edificio enorme de piedra en ruinas. De tres plantas y muchas ventanas cuadradas y pequeñas. Su entrada era lo que mejor se mantenía en ese edificio tan largo y de tres plantas. En lo alto tenía una cruz de metal plana ya algo oxidada  y la puerta de entrada un portón enorme de madera con una puerta más pequeña que era parte del portón. La puerta tenía una ventanilla con rejas oxidadas. Era un monasterio…. ¿Qué hacía yo ahí? Era increíble.  Las pocas ventanas que tenían cristales se abrieron a la vez y comenzaron a salir y entrar luces blancas y sombras de formas extrañas.

Una voz de hombre mayor y cansado intentó decirme algo.

_ Solo queremos tu ayuda… Por favor… Ayúdanos… No te vayas… Ayúdanos…

Lloré, pero no sabía si era de miedo, de angustia o de pena. Pero no sabía ni que hacer ni para donde ir… Por un lado solo quería salir corriendo y marcharme a casa como fuese. Pero algo me dijo que tenía que entrar ahí y mi pesadilla terminaría.

Me dirigí a la puerta del monasterio e intenté abrirla, pero con el paso de los años, del tiempo, estaba totalmente atascada. Estaba cansada de hacer fuerza, pero no hizo falta seguir tirando y empujando la puerta… Se abrió sola. Entré y eso era un escenario frio, lúgubre, tétrico… Por dentro era todo de piedra gris y fría. La puerta de entrada estaba en miedo de un pasillo muy largo y muy ancho con ventanas en todo su recorrido.  Una esfera blanca apareció en medio del lado izquierdo del pasillo vacio y fue perdiéndose hacía el fondo. Algo me decía que la tenía que seguir. Fui tras ella y se paró al lado de una de las tantas puertas que había a la derecha. Desapareció la esfera blanca atravesando la puerta. Yo me quede haciendo el gesto con la mano para intentar abrir la puerta de aquella habitación, pero no me atrevía. Tenía miedo a lo que me podía encontrar. No lo pensé más. Agarré el pomo de aquella tosca puerta, respiré profundo y la abrí.

Me derrumbé. No podía creer lo que estaba viendo. Una estampa que jamás pensé ver. Había una cama de hierros muy destrozada con un colchón relleno de paja todo roto y una manta marrón sucia y vieja sobre ella .En la pared, encima de la cama, se encontraba un modesto crucifijo. En el lado derecho de la cama, una mesita de cuatro patas de madera apolillada con un cajoncito y un candelabro de una sola vela encima. En frente de la cama a los pies de esta, un armario muy estrechito para colgar los hábitos de quita y pon. Eso era todo el mobiliario de aquella habitación o celda. Pero lo duro y lo increíble era lo que había al otro lado de la cama…

¡Que era aquello! Comencé a contar… Uno, dos, tres, cuatro, cinco… diez, once y doce… Ahí estaban los doce esqueletos, cada uno dentro de su hábito, sentados en fila apoyados en la pared. Me tapé la boca con las manos en un gesto de completa sorpresa. Uno de los monjes sentado en el medio tenía un libro escrito de puño y letra por alguno de ellos. Con muchísimo respeto me incliné para cogerlo, pidiéndoles perdón por ello. Le quité el polvo que tenia encima y me dispuse a leer.

Ya dejé de sentir miedo. Empecé a sentir lástima y mucha pena. La hoja que estaba a la vista y la última escrita por ellos decía así.

«14 de enero de 1902

Somos doce hombres, doce personas. A este monasterio venimos los monjes, los hermanos que ya carecemos de familia alguna. Solamente nos tenemos los unos a los otros. A nadie más. Nosotros somos nuestra propia familia. Por mala suerte, hemos ido enfermando uno a uno de tuberculosis y sabemos que aquí tenemos nuestro final. Un final, en el que nos encontraremos con nuestro señor y seremos perdonados por todos nuestros pecados. Hemos decidido que queremos irnos juntos y que ninguno sufra la pérdida del otro. Que Dios nos perdone.

Si alguien nos encuentra…, por favor, saquen nuestros cuerpos de aquí y hagan por nosotros un funeral en nuestra memoria y pidiendo por nuestro perdón al no querer esperar nuestro destino y haberlo adelantado nosotros mismos. Para que nuestras almas puedan descansar en paz.

Si usted, está leyendo esto, como buena persona que es, nos ayudará y Dios se lo agradecerá tanto o más que nosotros…

Gracias.»

Esa carta dentro del diario me sobrecogió. Les volví a pedir perdón por llevarme el diario. Iba a hacer todo lo posible para que esos doce pobre monjes pudiesen descansar en paz. Salí de ahí. Pero no sé cómo supe llegar perfectamente al pueblo y recordaba el camino a la perfección. Me dirigí a la iglesia para contarle lo sucedido al párroco.

No podía creerme porque según su conocimiento por allí no se encontraba ningún monasterio. Hasta que le enseñé el diario… Se le cambió el gesto por completo.

– No sé si estoy loco, pero creo que me estás diciendo la verdad. Llévame dónde has estado.

– Ahora mismo. Le advierto que son algo más de dos kilómetros de distancia. Así que si prefiere, vamos en coche hasta la entrada del bosque.

Nicolás el párroco se sintió aliviado por la opción de no tener que ir caminando hasta allí. Montamos en el coche y don Nicolás me hizo un interrogatorio en toda regla. El donde, como cuando y porqué.

Solamente le conté que fui a dar un paseo para relajarme y al adentrarme demasiado en el bosque, pasé por sitios que nunca había estado. Así que andando andando… lo encontré…

Mientras le iba contando llegamos a la entrada del bosque y dejé el coche aparcado en la entrada de uno de los caminos. Salimos del coche y nos dirigimos al lugar entre tanta maleza y arboleda. Al llegar don Nicolás, nada más ver la fachada del monasterio se santiguó con los ojos como platos.

– Madre del amor hermoso. Nunca supe de este lugar. No me lo explico. Vamos hija…

Entramos en el monasterio y después de ver todo se concertó la fecha para los funerales de los doce monjes para dos días después. El párroco decidió que sería buena idea arreglar el jardín arrancando malas hierbas y cortando el césped y así poder hacerles ahí sus tumbas.

Al día siguiente fuimos los dos a arreglar el jardín y nos dispusimos a cavar las doce fosas en hilera una al lado de la otra. Tres horas después llegaron dos furgones de la funeraria contratada por el párroco para que llevasen hasta el lugar doce ataúdes. Los más asequibles ya que se iban a pagar con dinero de la parroquia.

Por fin llegó el día de los funerales y como no, nos encargamos don Nicolás y yo de todo ya que quedó entre nosotros dos de todo aquello. No quisimos que nadie alterase la memoria de esos hombres ni el sitio en el que vivieron y perecieron. Tuvo unas palabras muy bonitas para  ellos. Una vez enterrados, don Nicolás dijo que se iba ya porque tenía los riñones destrozados.

Lo cierto es que entre dos personas dimos sepultura a doce personas. Cada uno con su cruz de madera sin nombre…

– Vaya usted delante padre. Espéreme en el coche que ahora mismo voy yo.

En el momento que me encontré sola, comenzó de nuevo la ventisca y el remolino de arenilla si se colocó alrededor de las tumbas. De repente la arena se dividió y detrás de cada cruz de cada tumba se empezaron a formar, una a una todas las estatuas de piedra que había encontrado en medio del bosque, y de ellas comenzaron a salir unas esferas blancas que subían hacia el cielo.

Por fin se pudieron liberar. Por fin los doce monjes sin nombre descansaban en paz.

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